sábado, 28 de septiembre de 2019

El celular sólo muestra evidencia


—Mi señor.                     —Don.                         —Cielo.                     —Oye.
—¿Qué deseáis mujer?  —Dígame señora.      —¿Qué hay amor?    —¿Gua?
—El crío.                        —El pequeño.             —El niño.                 —Es tuyo.
—Debo dejaros.             —Debo retirarme.      —Lo siento.              —Cagaste.
—No marchéis.              —Por favor.               —No te vayas.           —¿Te vai?
—Las tierras.                  —La industria.          —La oficina.              —Tengo que salir.

El pequeño terminó jugando en una bajada de agua de dudosa reputación, años después sobre un caballito de madera, hasta que llegó el triciclo y luego una pantalla.


(En evidencia al micro relato: “El museo de ciencias para niños”)





Photo by Liane Metzler on Unsplash

martes, 24 de septiembre de 2019

El museo de ciencias para niños


Entrando al museo una bola de hule voló por los aires. La miré al pasar. Luego miré al interior de un salón.
Un niño otro niño una niña alguien grita un nombre se oye un llanto una carrera más gritos risas de varios junto al siguiente llamado a un chico diferente distinto nombre voceado y otra carrera el ruido de la máquina imposible determinar más risas y carreras hasta el otro salón un golpe se puso a llorar ahora no suelta el nuevo juego otro espera y reclama lo quiere usar lo empuja cae sentado se para y regresa a la máquina el otro se muda a la de al lado corren hay uno tirado en el suelo con la vista al techo otro se tropieza en él y de pasada le pisa la mano llora da un grito dos chocan de frente las carreras continuar saltan dos niñas se miran esos disputan un globo.

Cuando, miro, a, los, papás, todos, están, agarrados, al, celular, perdidos, dentro, del, internet.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Es sólo un tipo tímido que le gusta ver volar a las águilas

La puedo ver a través de unos arbustos que hay entre yo y ella. Estoy seguro que ella no me ve a mí, es más, creo que ni siquiera sabe que estoy aquí; siempre es así con todas las personas, parecen no verme. Por eso que no me gustan, dicen que soy. Que importa. Sigo mirándola a ver qué hace. Eso sí, me entretengo espiando a la gente cuando no me ven y les doy nombres.
Con sólo aproximarse al borde y dar una mirada al fondo del precipicio retrocedió un paso. Me sonrío cuando se echa hacia atrás; yo puedo ir un poco más allá que ella.
Sé lo que ella ha visto allá abajo. Muchas veces he hecho lo mismo. Mirar hacia abajo es ver una caída de varios cientos de metros y cortada en contrario a la saliente. El que sea curioso y no le dé vértigo, a mí no; o un suicida, podrán ver directo al río pero jamás oír el torrente que lleva, sólo se escucha silbar al viento.
La voy a llamar, no se me ocurre que nombre darle. Otra vez regresa hasta la orilla, parece no titubear al pisar sobrepasando el borde de la cornisa, ahí hay piedrecita suelta; pienso en que quiere saltar. Una vez vi a uno tirarse, se acercó, abrió los brazos y desapareció, ni siquiera lo oí gritar; pero ése era un hombre viejo, parecía como de cincuenta; le había puesto Esteban mientras lo pude mirar. ¿Será tiempo de hablarle que no lo haga? No me gusta conversar con personas que no conozco.  La miro de nuevo, no llegué, una corriente de aire la mece hacia adelante y sola se sostiene dando un paso atrás. Me quedo tranquilo, si no lo hizo ahora no lo hará nunca. Es de ésas que nunca se tirarán. Ya sé, le pondré Elena.
Cuando vengo a mirar el acantilado y como soy paciente, hay veces que puedo ver volar a la pareja de águilas. Sale una y vuelve con comida y después de un rato vuelve a salir. Luego las he visto salir a las dos. El nido no se puede ver.
¿Ahora saltará? Creo que sí, al verla con los brazos extendidos como alas y el cabello revuelto por el viento; se cae al suelo y se agarra a la roca, el celular se le escapó de las manos dio dos botes y salió volando acantilado abajo. Lo perdió al mismo tiempo dio un grito. No entiendo qué le pasa, está loca. Me paro a mirar a Elena.
—¡No te acerques!  —Me grita.
—No pensaba hacerlo, le digo. Elena apunta hacia un costado. No había reparado en la culebra cascabel replegada contra una roca. Vuelvo la vista a ella y está sangrando por la pierna. Miro mi celular y no tiene señal. Saco cuentas para regresar sabiendo que son dieciséis kilómetros.
—Al parecer tendrás lo que buscabas, le digo.
—¿Qué?
—Lo que ibas a hacer, saltar.
—¿De qué hablas? No seas imbécil. Sólo vengo a ver las águilas.
Nos pusimos a andar, a cada paso me pregunta si tengo señal, hasta que asomaron las barras de cobertura. Habíamos recorrido ocho kilómetros sin dejar de escrutar la pantalla. En los siguientes minutos un equipo de rescate viene por ella; sigo solo por lo que resta del sendero. Hoy no pude ver a las águilas; y Elena, que de verdad se llama Sandra, lo único que hizo fue hablar y hablar todo el camino.
Al término de la semana regreso, me gusta ir hasta allá. Siempre que puedo voy y observo a las águilas volar, puedo estar muchas horas haciendo eso. Al llegar la veo donde mismo. ¿De nuevo? Al borde de la misma línea. Agacho la cabeza decidido a regresar y aun avergonzado de la vez anterior, habla mucho. Entonces volteo para despedirme. ¡No está! Esta vez lo hizo, no se llamaba…, no me acuerdo, creo que la llamé Elena, sí Elena.
No quiero ir a mirar abajo; no es ni será la última en tirarse. Ésa era Elena. ¿Mirar? No veré nada; media vuelta para irme.

—¿Creíste que salté? 

martes, 10 de septiembre de 2019

Bluff - Dudo



—Son dos  —dijo con toda tranquilidad.
—¿Sólo dos?  —Preguntó extrañado sosteniendo el mazo en la mano.
El otro se quedó mirándolo sin ninguna expresión en el rostro y nadie pudo leer o ver lo que sostenía en la mano.
El tiro se oyó estruendoso dentro de la habitación y antes de recibir las dos lo vio caer, la cabeza dio un duro y seco golpe contra la cubierta.
—Ha estado haciendo trampas toda la noche y no necesito aclararlo  —su rostro continuó impávido.
—Lo sé  —se atrevió en decir quien seguía sentado al frente.
Otras dos detonaciones con su respectivo fogonazo, iluminaron las cartas caídas a través de las mangas de los tres. Sonrió
—Y sólo pensé en dos.

Esas fiestas en la oficina

Mientras fijaba toda su atención sobre la hoja en que escribía, Rafael lo sintió entrar en la oficina. Siguió sentado tras su escritorio sin intención en ponerse de pie y sólo levantó la vista por sobre el marco de sus lentes de lectura, lo miró fijo y acusador, parecía querer decir algo sin llegar a atreverse, hasta que en sus ojos asomó un color a revancha y dejó ir la acusación.
—Tu mujer te engaña.
Lo dijo con una clara pronunciación y sin un atisbo de temblor en la voz.
Miguel Ángel se sintió sorprendido por tan segura aseveración.  Luego carraspeó, frunció el arco de las cejas y no supo qué decir, hacer o preguntar.
Rafael lo volvió a mirar.  En el fondo de sus ojos se había depositado el brillo del triunfo cuando replicó:
—A los dos nos engañan.
Miguel Ángel hizo un leve movimiento en retroceder y preguntó desconfiado:
—¿Cómo lo sabes?
Rafael comenzó a disfrutar el sentimiento del triunfador, por primera vez él pasaba a la cabeza; aun así bajó la mirada al notar que Miguel Ángel hacía un esfuerzo por abandonar la habitación.  Cuando lo imaginó junto a la puerta, remató:
—¿Cómo lo sé?  De la misma manera como tú sabes que Amelia me engaña.






Nota: este relato está incluido en el próximo libro a ser publicado. La fotografía corresponde a su portada.


La mutación del escritor

Necesito hacerme el tiempo. ¿Cómo se lleva adelante lo que acabo de decir?
El otro día recibí carta de Natalia, en ella sonaba preocupada por la suerte que pudiera estar corriendo Matías. No es para menos, que se haya marchado dejando en el olvido su máquina de escribir.
No tengo intensión de heredar aquel trasto, que eso lo haga otro, estoy seguro que tiene todos sus tipos estropeados; después de leer uno de sus “poemas” no podría tragarme otro más. El pobre infeliz no escribe, simplemente destroza el vocabulario.
Natalia es otra historia, aunque lo nuestro ya es cosa trillada y para mí puesto en el olvido, aun así, no deja de inquietarme.
La última vez que la visité fue porque me llamó desesperada, yo aun no había decidido mudarme de ciudad; cierto es que tan lejos no estamos pero es distancia suficiente; y hace unos días esta carta donde suena abrumada. Que el cartero no haya podido eludir su obligación de depositarla dentro del buzón. Si tan sólo la hubiera echado en otro y me evita la lectura.
Aquí estoy, pensando cómo hacer tiempo para Natalia.
Pensé en llamarla apenas terminé su lectura, cuando recordé que se había mudado; no tengo su nuevo número. Tuve que hacerme a la idea en viajar.
Natalia, una vez más estás desorganizando mi vida; tener que encontrar… ¿dónde puse la maleta? Estoy seguro haberla dejado en el armario.
Nuestro tiempo juntos fue efímero pero intenso; la cama siempre deshecha; me consumía con sus abrazos.
Lo que más me agravia es verme obligado en abandonar mi trabajo, la máquina y todo por Natalia; peor aún, por Matías. Creí haber puesto distancia suficiente y luego esta carta.
El llamado del timbre a la puerta hizo que Natalia diera un respingo sobre la cama, se enderezara y corriera por el pasadizo en busca de atenderlo. Pensó en que le pudieran traer alguna noticia sobre Matías y eso la detuvo algo afligida entre la puerta del baño que enfrenta al otro dormitorio. Miró en la oscuridad de aquel cuarto y pudo vislumbrar los brillos de la vieja y pesada máquina de escribir. Insistieron con el timbre.
—¡Que bueno verte! —En el mismo momento en que lo dijo, le tomó la mano invitándolo a pasar.
—Lo mismo digo. Estaba preocupado por ti.
—¿Dónde has estado?
—Eso debería decir yo.
—Entra y siéntate. ¿Estás bien? ¿Quieres algo de beber, agua, una soda?
—Una bebida está bien.
—Voy por ella a la cocina, ya vuelvo.
La voz de él la podía seguir oyendo llegar desde la sala. Se tomó su tiempo, respiró profundo al sentir el alivio de tenerlo ahí; cogió un vaso, hizo una llamada telefónica mientras servía la gaseosa y regresó.
Tras media hora de conversación haciendo memorias, el timbre en la puerta volvió a sonar.
—¿Esperas a alguien? —Preguntó él al beber su último sorbo.
—No —dijo ella mostrándose extrañada.
—Pues abre mujer, ¿qué esperas?
Él miró a los dos hombres en el umbral, vio la cara de Natalia y se atrevió en preguntar si eran malas noticias. Uno de los individuos echó mano al bolsillo y tras unos segundos la retiró más calmado.
—Matías —dijo el otro y luego tras hacer una pausa agregó, —tienes que acompañarnos.
—No puedo dejar a Natalia sola, Matías se ha ido. Su máquina está ahí.
Al día siguiente desde la cocina, Natalia volvió a usar el teléfono; no te preocupes, le dijo, puedes olvidar la carta, Matías ha regresado. Déjame tu número pidió él. 
—No tienes donde anotar y te visitaré el fin de semana como siempre. ¿Quieres que te lleve la máquina?
—Acá no me dejan tenerla.
—Podrías escribir otra carta.

Upcycling y sobre todo reducir

 Estoy dentro del proyecto. Alguien por ahí me regaló seis jeans, unos más que otros bien desvencijados, pero cuando se trata de crear, lo q...