La fotógrafa

  

Mi nombre es Zelda, bueno la verdad no, podría ser un diminutivo de Griselda, pero tampoco estaría diciendo la verdad porque ese incluso no es mi nombre. La verdad es que he inventado que me llamo Zelda.

¿A qué viene todo esto?
Desde hace un tiempo vivo en un décimo piso, no se preocupen, no pienso explayarme en detalles, solo baste decir que el apartamento posee una gran vista de la ciudad. Ahora no imaginen parques, árboles y nada por el estilo, les estoy hablando de ver la ciudad desde un décimo piso; por el día rodeada de otros edificios y que por las noches se convierten en pequeñas luces y cada una de esas ventanas de estrellas, van dejando asomar una vida propia.
Ahora podrán pensar que soy una fisgona. Pueden llamarlo como les venga en deseo, yo pienso que soy una cazadora nocturna de intimidades y espontaneidad. Atrapo situaciones que bajo otras circunstancias sería imposible hacerlo, como en un estudio o cuando las personas se saben retratadas, el maltratador deja de serlo, oculta su verdad de abuso; la mujer que le abre la puerta al amante cuando sabe que el marido no llegará; en fin, soy fotógrafa de profesión y entre muchas cámaras que poseo, una en particular es la que me gusta usar para estas ocasiones y ahora no podrán oponerse a que se las describa: Nikon D850 con una resolución de 45.7 megapixeles y un ISO máximo de 40.000, máxima velocidad de apertura 1/8000 seg. Claro, esto no es todo, el lente también es una parte importante, quiero colarme dentro de ese planeta por su ventana estrella y capturar el por qué titila.
Comencé en esto solo por la curiosidad arrastrada por el ocio, que junto a la cerveza en verano o la copa de vino por el invierno, me empujaron al balcón a ver morir las horas camino al descanso. Las primera vez solo cargué con la cámara y era otra. Luego descubrí todo ese universo en la privacidad de las puertas cerradas y abierto a los vidrios expuestos, entonces necesité del trípode, un lente más acorde a las distancias y la Nikon.
Una de las primeras capturas fue gente cenando, un solitario a la mesa y otros acompañados que parecían no hablarse. Hay un hombre muy metódico, vive solo. Al llegar siempre carga con una bolsa plástica, en ella trae su cena. La abre sobre la mesa, toma lo que sea de dentro, enciende el televisor y se sienta frente a él a comer; todas las noches de igual manera. Luego suelo saltar a otras ventanas y a los minutos regreso donde él, lo encuentro dormido.
Con el tiempo la aventura fue tomando más sabor. Un día encontré a La Solitaria, les he ido dando nombres; estaba frente al televisor a juzgar por los destellos, junto a ella había una única lámpara encendida y que no me ofrecía muchas posibilidades, en términos de poder observar, pero en un primer instante pude jurar que se encontraba desnuda. Fijé el trípode para mantener la dirección, su ventana me queda expuesta por el intersticio que hay entre los otros dos edificios más próximos al mío. A los minutos de observarla la vi ponerse de pie, estaba desnuda; luego regresó trayendo algo en su mano. Cambié el lente a riesgo de tiempo, pero cuando volví ahí seguía estando; estoy segura que ella veía una película porno porque comenzó a jugar con un vibrador sin apartar la vista de los destellos. Después he descubierto, que aunque de vez en cuando llega con algún tipo, no hace a un lado la auto estimulación; practica aquello unas tres veces por semana.
En uno de los pisos en otro edificio hay una pareja, no sé si llamarlos matrimonio, no interesa; el hecho es que cada vez que están juntos a la mesa o no se miran o si lo hacen es para gritarse, lo deduzco por su lenguaje corporal. Hay otro en ese mismo edificio que ha llegado más lejos, al punto de dejar a la mujer tirada en el piso sin poderse poner de pie, cuando él se ha marchado.
Ayer bajé al parque, en una de las bancas había una mujer de gafas oscuras, podría haber apostado que era ella, la que no podía ponerse de pie la noche anterior. Yo estaba con otra de mis cámaras robando fotos, me gusta ver a las personas a través del lente y capturarlas con toda su naturalidad; es cuando estamos reflejando quienes realmente somos en ese momento. Muchas veces me valgo del celular, es lo suficiente rápido capturando en serie, luego solo tengo que eliminar las no deseadas.
A la media hora de estar ahí, a la distancia y de frente a la banca donde me siento, vi a otro que parecía hacer lo mismo que yo; ajusté la cámara puesta sobre mis piernas y le hice un acercamiento, lo vi que se sonreía, luego alzó la mano para saludar. Su lente apuntaba en mi dirección, su puso de pie y comenzó a caminar hacia mí.
—Te he visto con tu cámara en el balcón por las noches.
—Estás equivocado.
Me muestra la pantalla de su digital y ahí estoy.
—Mi foto no engaña. Creo que nos entretiene lo mismo.
Para qué negarlo, me sentí espiada, pero él continuó hablando; qué decirle, le seguí la conversación y negarlo habría estado fuera de control, como cuando le dices a alguien que tienes una hermana gemela y no es cierto.
Esa noche no salí a la pequeña terraza, pensé que me estaría mirando; por la ventana del dormitorio entre las cortinas, asomé el lente y comencé a hacer un paneo por los otros edificios; después de media hora más o menos, aún no lograba dar con él. Pensé que podría estar en la azotea de su edificio.
«Que va, de aquí más nunca lo veré» —pensé. «No tengo más que ir hasta la azotea».
El tipo era buenmozo y ha hecho que me interese en él. Por principio, tenemos el mismo pasatiempo. Cuando me pidió juntarnos para cenar o beber algo, le dije de inmediato que no. El saber que me espía me hizo sentirme nerviosa; pensé en que él sabe donde vivo y quién sabe qué más.
En la azotea abro con cuidado y casi lo justo y necesario para pasar entre el marco y la puerta, y que, la luz interior no me ponga en evidencia. Al aproximarme al borde acomodo el trípode con la cámara, miro atrás para ver que fue el ruido contra el suelo, me doy cuenta que mis llaves están en el piso; me agacho a recogerlas y acto seguido, oigo como si algo se rompiera. Vuelvo la vista a la cámara y está tumbada sobre el suelo y el lente hecho pedazos. La cogí, la miré y siento el duro golpe en mi hombro. Tirada sobre el suelo lo siguiente que siento, es un fuerte ardor que se va convirtiendo en algo que quema. Tras arrastrarme hacia las escaleras, regreso dentro, me doy cuenta que estoy sangrando, bajé con prisa, dejé la cámara en casa y salí apurada a la calle en busca de un taxi.
—¿Dónde se encontraba usted?
Tuve que decirle al policía dónde estaba cuando ocurrió y a la pregunta de qué hacía ahí, solo respondí que miraba las estrellas. De mi cámara de seis mil dólares mejor olvidarme. Estuve en el hospital hasta el día siguiente. Cuando me dieron de alta me fui donde una amiga y a la semana me mudé de apartamento. Aún siento miedo de volver a mirar por las noches en otras habitaciones, pero mientras no lo vuelva a hacer, siento que no seré yo, La Fotógrafa.
Después de dos meses, me atrevo en asomar el lente por entre las cortinas; apunto a una luz encendida. A la mesa cenando hay una mujer que me da la espalda y frente a ella un hombre, no me permite verlo.
De pronto ella se pone de pie y lo pude ver.
«¡Es él! El del parque».
Ajusto el lente y estoy segura que ¡es él!
Lo veo que sonríe, igual; levanta la mano, igual y la agita igual, luego se pone de pie; la mujer aún no regresa.
Retiro la cámara del vidrio.
A los minutos vuelvo a asomar el lente, lo enfoco en la dirección anterior y puedo ver que está sentado y junto a él la mujer y otra pareja que acaba de llegar.
Me siento en la alfombra con la espalda apoyada al muro y la máquina fotográfica sobre mis piernas. La respiración la tengo entrecortada de solo pensar que me ha descubierto. Dejo pasar unos minutos y vuelvo con el zoom. Él no está sentado a la mesa, veo a la otra pareja y la mujer que lo acompaña desde el principio. En el balcón y por fracción de segundo me parece ver un destello, se rompe mi cámara mientras la voy sintiendo incrustarse en mi ojo.
—Cariño. ¿Qué hacías en el balcón?
—Recordé que no había entrado la cámara.
—¿Aún sigues espiando las ventanas? —Pregunta mi amigo sentado a la mesa.
—Siempre hay una víctima —respondo satisfecho.
Todos ríen.



Photo by James Sutton on Unsplash

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